No sé que tengo con el Salón Luz, pero siempre que me dicen “Zócalo”, pienso o en el Salón Luz o en el restaurante Español ese en República de Uruguay que servía un clericot re-bueno y donde nunca decían nada a un chamaco de 13 años tomando sorbos de clericot del vaso de sus papás.
El Zócalo ha cambiado tanto desde que llegamos a la capirucha en 1985. Calles que ahora son peatonales, tugurios de mala muerte revestidos con pintura bonita para los hipsterosos y lugares de comida “artesanal” hacen que el Centro se vea más user friendly que en aquellos tiempos, entre 1989 y 1994 que íbamos al menos un sábado al mes al Zócalo, ya sea a San Ildefonso a ver exposiciones interesantes, a las Telas Parisina, a comprar filatelia, a las numismáticas o a comprar G.I. Joes fayuqueados en la tienda de juguetes de 16 de Septiembre.
Veo mi reloj. 15 minutos tarde. Soy un asco de persona pero ya no le calculo bien al tráfico de la ciudad. Algunas llamadas después y las personas que iba a ver no van a llegar. Selah. Esta ciudad nos torna locos a todos. El borrachín acostado en la jardinera ronca y veo al Salón Luz, ahí, en la esquina de Gante y Venustiano Carranza y sé que si abro las puertas de par en par, automáticamente voy a viajar al pasado, con los únicos indicadores de que es 2014 y no 1991 son la forma de las botellas de refresco y el modelo de la televisión.
Me dan ganas de ir a la Porrúa por unos libros, porque me lo sugirió mi hermana mayor por 4 días, Claudia. También podría irme al Palacio de Minería. Sepa la bola que hay de exposición, pero el edificio me encanta. Camino unas cuantas cuadras y con el calor que radia del suelo pa la cabeza y del cielo para la cabeza, decido que mejor me regreso a mi casita a beber té helado que preparé en la mañana y que debe andar en calibre de espresso a estas horas. El metro está nefasto estos días, así que mejor me aventuro a tomar el camión en Reforma hacia Auditorio y de Auditorio tomar el microbús a Naucalpan.
En el tramo de Gante a Reforma, me encuentro con al menos siete (7) organilleros. Alguna vez un ex-amigo me decía que estos organillos eran “artesanales” y que no les quedaba mucho tiempo de vida ni a ellos ni a los que los tocan. Eso fue en el ’98 y yo los veo más rimbombantes que nada. En fin.
Craso error esto de caminar en vez de tomar el democrático metro (MR Claudia Ramírez, 2012). Ya siento las patas como Cuauhtémoc cuando el picarón de Hernán Cortés le reemplazó la pomada Ting por crema de chile Naga Jolokia. El camión es bastante decente y me encuentro un rinconcito para leer mi nueva copia de The Great Shark Hunt de Hunter S. Thompson. Probablemente uno de los libros que me orilló a escribir más seguido, siempre se me ha hecho el mejor compendio de Hunter S. Thompson.
El trayecto por Reforma siempre trae recuerdos, algunos peores que otros, pero es cerca de la fuente de la Diana Cazadora que una úlcera sin nombre me retumba. La última pelea fue aquí. La mentadísima poda de 2011, el momento donde una década relativamente feliz se tornó en un amargo fin. Por un momento pensé que sería jocoso/extraño verla por aquí y justo cuando ese tren de pensamiento salía para la costa (sin escalas), la veo ahí, en una de esas bancas de piedra de Reforma, con el cigarro en la mano. Supongo que si hubiera estado en la boca el cigarro hubiera aplicado la maniobra de Niño Héroe envuelto en Bandera, pero no, ahí estaba el cancerstick, bien aferrado a esa mano que tenía unas cicatrices cuyo origen jamás quise indagar.
Me ve. La veo. Levanto el libro de Hunter S. Thompson mientras me pregunto desde cuándo un camión en esta putrefacta Ciudad de los Palacios respeta el alto y después de minutos que parecían años luz, nos vamos.
¿Qué podía hacer? Nada. ¿Qué debía hacer? Nada. Mi abuelo bien decía: pasto podado, pasto quedado, pasto tirado. Nunca supe si fueron estragos por los años que pasó trabajando en laboratorios de química orgánica o si realmente era un gurú que no necesitaba solventes, pero era más sabio que Wikipedia (y más confiable.)
El camión me deja enfrente de Auditorio, me trepo a un microbús que viene escuchando una versión cumbia de ‘Africa’ de Toto y me pregunto, mientras busco un artículo entretenido en este libro, si lo que realmente nos evita “seguir adelante” en la vida es no entender que los recuerdos serán eternos mas nosotros no.
Texto y foto: Sam J. Valdés López