Cuento Corto : Los Macheteros

Me dicen “Chocolate” desde que tengo uso de razón, creo que por el gusto desmedido de mis padres por la Sonora Santanera. Mucha gente cree que aquello de “toma chocolate, paga lo que debes” hace referencia al cacao, pero no es así. Chocolate, con C mayúscula, era el apodo de uno de los amigos de la agrupación.

Pero eso no es lo que quería contarle, patrón, lo que le estaba yo a punto de contar es mi experiencia del otro día cuando fui a recoger pasaje allá por La Calle del Hambre, este taxi me ha llevado a todos lados ¡Si le contara yo! El caso es que a esta calle le dicen así porque venden de todo tipo de comidas y a todas horas, en especial tacos ¡verdad de Dios, que buenos tacos! Por que a pesar de lo ocurrido ese día, yo sigo pensando que son los mejores que he comido en toda mi vida.

Llegue a la dirección de donde me llamaron y, como era de esperarse, era una taquería. Me anuncie y me dijo el que parecía ser el dueño y taquero en jefe “espérese tantito, ya viene mi esposa, cómase mientras uno de barbacoa, yo invito” Pues faltaba más, con el hambre que traía de estar ruleteando todo el día no me comí uno, sino cinco. ¡Que buenos estaban los condenados! Nada más por no dejar de hacer la famosa prueba de “perro no come perro” le aventé a escondidas un trozo a uno de los tres perros callejeros que se paseaban por el lugar. Inmediatamente se lo tragó. Buena señal, pedí otros 3. Y justo al acabar el octavo me entraron unas ganas tremendas de hacer del cuerpo. “¿Por dónde está su baño?”, le pregunté al taquero. “Ahí mero al fondo, pásele, ya no tarda en salir mi vieja ya para que se la lleve con mi suegra. ¡Vieja, apúrale que ya está aquí el taxi!”

Con la urgencia que me imponían las necesidades fisiológicas salí disparado hasta el fondo del changarro, que ya para entonces era más bien el patio oscuro de una vecindad. Me senté en la taza, cerré la puerta y comencé a deshacerme de lo que el cuerpo no necesitaba. Una vez terminados mis menesteres y justo cuando estaba a punto de salir fue que los alcancé a ver por la rendija de la puerta. Eran tres hombres con la cara cubierta con algo que parecían ser camisetas rotas y mojadas, salpicadas con sangre. Con una mano sostenían sendos machetes y con la otra venían arrastrando a tres o cuatro perros callejeros cada uno. Los pobres animales se veían severamente lastimados, pero aún vivos. Detrás de ellos venía una mujer que los venía apresurando “¡Apúrenle ingratos que ya me tengo que ir!” “Sí, doñita” le respondían, con una voz ahogada que provenía detrás de los trapos que les cubrían los rostros. Sin mayor empacho comenzaron a decapitar a los perros y arrojar las cabezas a una fosa donde se veían al menos otras 20 o 30 cabezas. Quise vomitar, pero me contuvo el miedo de ser escuchado. A continuación, la señora les daba instrucciones adicionales ” ‘órenle’, a despellejarlos y limpiarlos, y ya saben como hacerle, me los van campechaneando un perro y encima un borrego, un perro y encima un borrego, pa’que se mezcle rico el sabor” “Sí, doñita, como siempre no se preocupe” respondieron los macheteros que ya estaban más que empapados en sangre.

Salió la señora rumbo al frente de la taquería (era la esposa del taquero) los macheteros se fueron más al fondo de la vecindad a continuar con su trabajo y yo salí corriendo por otro callejón, resbalándome con mi propio vómito. En la ruta de escape tropecé con el cadaver de lo que parecía ser un burro o un caballo ¡sabrá Dios!, al lado de él había una caja enorme llena de sal que decía “sesina” (sic). Vomité de nuevo. Llegue a mi taxi como pude, escondiéndome entre los muchos comensales que ya inundaban La Calle del Hambre. Alcancé a ver al taquero y a su mujer discutiendo (muy probablemente sobre mi repentina desaparición). Mientras tanto yo arrancaba y escapaba sigilosamente en reversa.

Al darme cuenta que tenía el camino libre para emprender la huida, me armé de valor y avance de frente a la taquería gritando tan fuerte como pude con la ventana cerrada”¡Son de perro!, ¡Son de perro!”. La gente me volteó a ver como si estuviera loco. Aceleré la huida.

Por el retrovisor alcancé a ver a un comensal arrojando un trozo de su taco a un perro callejero. Al ver que el perro lo devoraba sin empacho, él continuó comiendo. Si no supiera lo que ya para entonces sabía, yo hubiera vuelto a hacer lo mismo. Estaban re buenos los condenados, ¡verdad de Dios, patrón!

Texto: Homo Rodans

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