Un buen día en el Zócalo…

Era un día como cualquier otro en esta pocilga de oficina.

La luz, escurriéndose como las viles cucarachas que nos sangran en el congreso, me molesta. Esta cruda no es de cuates.

Era otro pinche día en esta alcantarilla que llamamos vida.

Si es cierto que ésta es la ciudad de los palacios, mi oficina está en los retretes. O en las caballerizas.

Otro día, otra migaja para sobrevivir. Mi vida es encontrar personas que no quieren ser encontradas. Degenerados bastardos de Sodoma y Gamorrra. Huevones incapacitados para pagar. Ejecutivos con largas reuniones de trabajo con la secretaria. Testamentos comprados en Santo Domingo.

No es un trabajo sano y mucho menos tranquilo, pero, hey, corretear el bolillo puede ser cuesta arriba o de bajada, como tú quieras.

Abro el escritorio y ahí está, con su cacha labrada. El viejo revólver de mi padre. Todos los días lo mantengo en mejor condición de la que me mantengo. Creo que mi última esposa dijo que me ocupaba más en mi revólver que de ella.

No sé si quiso hacerse la chistosita.

¡Putas madres, otra gotera en el techo!

Mi estúpido casero sigue subiéndome la renta y este lugar haría que un cerdo sintiera lástima de mí.

Ah, mi bella pocilga. En una esquina, juegos de video, DVDs y una motosierra. En la otra esquina, comics sin ordenar, cadáveres de Domino’s y Pizza hut. En una tercera esquina, botellas de tinto que explican el trepidatorio pulso que siento en el pulgar de mi pie. Y en la última esquina, mi escritorio.

Veo la ventana por las persianas, inteligentemente puestas en el ángulo correcto para iluminar el lugar. La imagen te ayuda como detective. Mi cara de pocos amigos (y menos amigas) y mi barba rala me permiten ser yo el que haga las preguntas en vez de responderlas.

Si cayera más chamba, podría largarme de este lugar, pero no, aquí me tocó vivir.

Tomo los dardos y empiezo lanzarlos hacia la puerta. Espero que nadie la vuelva abrir en medio un triunfal tiro mío. Ya tuve que pagar demasiados transplantes de ojo y cirugías plásticas como para hacer tres Britney Spears.

El cigarro ya no me prende, pero es mi leal amigo. El tabaco es la amante que no te deja por un truhán de cuello blanco de Lomas de Sotelo.

La zona de mierda en empaque reciclado, si me entienden.

Mi reloj dice que son la cerveza en punto. En media hora cierro el lugar y me voy a “La esperanza del sexenio”, donde mi barman siempre me sorprende con alguna bebida con demasiada azúcar y poca sazón.

Le faltan viejas para que sea un congal como debiera, ya, pero la música sí me raya. El jazz es el refugio para los músicos sin talento y fracasados. Me siento identificado.

“¡Oye, huevón, no te pago para que te jetees!”

Otra vez ese pelafustán, ¿ahora que quiere?

“¡Ponte a barrer!”

Me trata de tumbar al suelo con una llave, pero mi entrenamiento en los barrios bajos de México me ayuda a derrotarlo fácilmente.

Acabaría con él, pero me gruñe la panza. Cuando me dirijo a la puerta, noto que el imbécil va a sacar un arma, pero hábilmente lo desarmo con mi…¿trapeador?

-Por última vez, Ogo, o limpias bien o te corro.

-Sí, Señor Sorrow.

-Mister Sorrow para tí. Te dí este empleo sólo por que el dueño de la fábrica sintió pena por tí. Vé y traeme el correo.

Me arruina mi fantasía matutina. No es de cuates. Me gustaría ir por unos tamales, pero esta chamba de darle al trapeador como que no me raya los cuadernos.

Me cae bien el ascensorista del edificio, siempre tiene historias cotorras. Me cuenta de sus días hace años en un hotel en medio de nada, en el desierto. Dice que ahí no se sentía tan sólo como en esta ciudad capital.

Me despido de él y voy a la recepción por el correo. Estoy en un edificio típico del centro de la ciudad de México: mal iluminado, apestoso, con polvo mezclado con las cenizas de los puros de Porfirio Díaz y el de la recepción se parece a Mumm-Ra, pero con menos vendas.

Cuentas, cuentas, cuentas. El Mister Sorrow no estará feliz. Nunca lo es. Es de esos amargueitors que van por la vida echándote la sal. Hasta parece padrecito.

Puras cuentas. Asco tener boca de profeta. Ah, bueno, Sorrow se queja de la situación del país y cómo un hombre honesto y borracho como él debería estar más arriba en esta pirámide de la vida. Llega una de sus tantas admiradoras, la típica señora cuarentona que ya tiene kilometraje como Microbús Merced – Pantitlán y se desaparecen. Sorrow se sabe todos los moteles necesarios. Es su chamba.

Le doy al trapeador otro rato. Neta cómo que si me siento desperdiciado aquí. Yo podría estar salvando el mundo pero no, aquí toy, en el callejón sin salida de la vida. El teléfono suena…

-Hola, hola.

-¿Señor Sorrow? Por favor, necesito su ayuda.

¡TOTOOOOOOOOOING, esa voz de sirena sí me gusta!

-Sí, dígame, señorita, perdón por el apodo.

-No, no hay problema. Mire, hay un tipo loco que me sigue y necesito que le den un “hasta aquí”. ¿Podría ayudarme? ¡La señorita Valles me habló bien de ustedes!

¡Doble TOTOTOOOING! ¡Sí que la recuerdo! Pa’ decirle “ven a mis braaaaaaaazos” y no dejarla ir hasta que acabe estrujadita como Ruffle de queso y cebolla.

-Claro que sí. ¿Dónde esta el pelafustán este?

-Lo he visto por el Zócalo estos días, cerca de una camioneta blanca con una torre de comunicaciones. Por favor, ayúdeme. Me persigue a mí y a mi amiguis la Valles cuando vamos a la Alacena Mágica de la Tía Pati por café y niño envuelto.

Le pido sus datos, agarro el revólver de Mister Sorrow y me lanzo como bólido al Zócalo. Sí, se me acaba el aliento a media cuadra y me paro por un esquite, con triple limón, valedores,  pero llego al centro y hay una multitud. Por aquí debe andar este fascineroso. ¿Qué tanto anda viendo la chusma esta?

Mierda, son esos dos patanes de la radio, Pollo y Pescuezo. Son como el plomo en una lata de materia de estrella enana. No, igual y más pesados. Noto que en la parte de atrás de la camioneta de estos pedantes hay un tipo rapado con barba de chivo que me malmira.

Y yo lo malmiro.

Y él me re-malmira de retache.

Y le re-re-malmiro y entonces señala atrás de mí. ¿Quién cree que soy? No nací ayer y… ¡SOPAS CON EL CACHIPORRAZO!

Me despierto rodeado por una multitud de chismosos. Notó que no sólo me acaban de birlar el revólver, pero también mi esquite y que me pintaron con un sharpie en mi playera de beisból de Superman. Dice “Soy la chacha de Doomsday”. Nunca cambies, México.

Ah, pero un chamaco noble que vendía chiclets me señaló al desgraciado que me robó el revolvér y más importante, me robó mi esquite. Era un panzón mugroso de pelo chino y lo ví trepándose en un convertible con otro nacollini gandallinski. Ya iba por mi retribución cuando el comemocos me pidió “para el chesco”. Chale. Ni modo.

Con mis esquites no se meten.

Use mis poderes de convencimiento (o sea, una cachetada tortera rimbombante) a un ñor que venía en una bicicleta tamalera y ahí voy persiguiendo a este par de ladrones por las calles del Centro Histórico.

Y ahí voy dale y dale a la cleta, acá de sacando humo y con mi cara de “¡Córranle que les doy TOTOOOING!”. Me dí cuenta que el humo provenía de mis rodillas. Esto del ejercicio no es de cuates.

Lo bueno es que había manifestación de Antorcha Sietemesina y los grupos de los pueblos aliados del Istmo Tortillero de Maseca, tons me acerqué a los mensos estos del convertible  que ya no tenían pa dónde correr y unas bofetadas y una regañiza de monja sirvieron para recuperar mi vasito del esquite. De pasó les robé la Virgencita de plástico que tenían en el parabrisas. Con Ogo no se meten.

Eventualmente se largaron y me regresé a la oficina, gustoso de … ah, chin, ahí va el pelón persiguiendo a nopalazos a la señorita Valles y a otra chica. Orita me lo ajusticio con el rev…

Oh.

Nunca cambies, México. En fin.

Regresé al departamento y encontré a mi cuate Miller sentado en el sofá, viendo fijamente un punto limpio en la pared mugrosa de nuestra sala. Ahí estaba nuestra tele. Al menos, ayer estaba ahí.

-¿Qué pasó, Ogomonkey?

-Ps, aquí.

-¿Qué tal la chamba?

-Decidí buscar mejores horizontes.

-Te corrieron.

-No son cuates, bola de malcogidos.

-No te preocupes, a mi también me fue de la gaver.

Veíamos la pared. ¿Cuánto tiempo más podríamos pasar viendo el tirol de la pared, los cables pelones de la antena y las telarañas que parecían uniforme de monja?

En fin, nos podemos quedarnos botados todo el día. Mañana es sábado y no hay nada que hacer más que ir a visitar a Monch…

Texto: Sam

Dibujo: Octavio Orduño

Tintas: Alivon

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